MISTERIO DEL HOMBRE
Agustín meditó mucho sobre el hombre, y es el tema del hombre y de la salvación del hombre a lo que puede reducirse su especulación.
Los objetos que se trata de conocer son Dios y el alma, Dios y el hombre; pero es solamente por medio del alma, por medio del hombre, del conocimiento del hombre, por donde podemos llegar al conocimiento de Dios. El problema del hombre obtiene, pues, la primacía.
¡Oh, Dios, que eres siempre el mismo; conózcame a mí y conózcate a Ti![1] A pesar de la dignidad del objeto-Dios, la primera incógnita que hay que resolver es el hombre. La frase exacta no es conocer a Dios y al alma, sino conózcame a mí y conózcate a Ti. Y es en este orden, literalmente, en el que la repite siempre Agustín, cuando se trata de conocer y no de desear.
El conocimiento del hombre no es sólo previo y necesario para el conocimiento de Dios, sino que es también previo y necesario para el conocimiento del mundo. La razón y sentido del mundo físico sólo nos pueden venir dados por el sentido del hombre, y por ello hace falta conocer primero a éste. Siguiendo este orden en los estudios es como se deviene apto para entender el orden de las cosas. Sólo el ánimo recogido en sí mismo puede captar la belleza de la totalidad[2]. Porque la causa principal de todos los errores, lo mismo acerca del mundo que acerca de Dios, está en que el hombre se desconoce a sí mismo[3].
Hace falta previamente conocer al hombre, su naturaleza y exigencias. Hay una primacía del tema del hombre como objeto de conocimiento, del hombre como cuestión. Aunque Agustín trate otros temas en sus escritos, lo que importa es hallar a Dios por el hombre o hallar en el hombre los vestigios de Dios, o poner al hombre en camino de su posible redención.
Solamente cuando hayamos conocido al hombre podremos decir cuál es su centro. Por eso, la verdadera fórmula para definir la filosofía agustiniana, en cuanto tal, tal vez pudiera ser antropocentrismo teístico o teocentrismo personalístico. Porque el hombre se descubre como persona en Dios, y al mismo tiempo descubre en sí mismo a Dios como persona para él. Es el hallazgo del “tu”, que posibilita el diálogo o la conversación de la confidencia y la plegaria, como ocurre en las Confesiones, de Agustín. Había desertado de mí mismo y no me podía encontrar; ¿cómo te iba a encontrar a Ti?. Por mi misma alma subiré a El. He ahí el camino de la dialéctica vital de Agustín.
El alma que se entrega a la filosofía debe comenzar por mirarse a sí misma dice Agustín[4]. Toda la filosofía agustiniana se mantiene en dos perspectivas: la abstracta y la histórica.
Cuando Agustín trata de definir al hombre abstracto, echa mano del repertorio de definiciones clásicas que tiene aprendidas, perfiladas más o menos con algún matiz lógico, según las circunstancias particulares de aplicación de la definición. Cuando trata de definir al hombre histórico, Agustín se repliega en sí mismo para repasar e interpretar su vida y proyectar sus conocimientos a la vida humana en general. Y entonces se encuentra con que esa vida humana multímoda, inapresable e inmensa en vehemencia no se puede definir. No podemos teorizarla, cosificarla y hacerla entrar en un esquema estático: únicamente podremos conocer su dirección y sentido.
Por eso Agustín nos ofrece un método especial para conocer al hombre. No se trata de recordar las definiciones clásicas para ver cómo en ellas encasillamos nuestra realidad; se trata de replegarnos sobre nosotros mismos y descubrir el pálpito y vocación misteriosa que alienta en nuestra interioridad más profunda.
¿Qué es lo que llamamos el ser inicial del hombre: lo que el hombre es ahí al comenzar a ser? Como todo lo existente fuera de Dios, el hombre es un ser creado. Como tal, según la teoría agustiniana de la creación, el hombre tiene su idea en Dios, idea conforme a la cual tiene su ser y con ello su esencia.
Para cada hombre concreto, viviente y singular, hay una idea concreta, viviente y singular, en Dios. Esta idea es la que define y nos da la esencia del hombre. El hombre tiene, pues, su esencia, que es acto dentro de su naturaleza y en cualquier momento de su desarrollo; pero, al mismo tiempo, esa esencia tiene potencialmente todas las posibilidades concretas en que el hombre ha de devenir[5]. El hombre es un ser para… diríamos que el hombre se hace en cuanto naturaleza, realizando su esencia predefinida en Dios[6].
El hombre no es un ser, sino un siendo. Agustín instala la moral en la metafísica, y por ello todas las repercusiones de aquélla son ontológicas u ónticas. Ese siendo del hombre implica esencialmente una vocación.
Las dos caras del mismo misterio esencial son: Misterio de nuestro ser en Dios y misterio de nuestra pérdida por el pecado.
El hombre se reconoce a sí mismo y se encuentra a sí mismo en la existencia, conscientemente, como un complejo de posibilidades. Va empujado por ellas a realizarse realizándolas, porque desde el momento en que el hombre es, estas posibilidades son ya un acto inicial: un siendo dinámico.
Ser fiel a ellas significa para el hombre ser fiel a sí mismo, ser fiel, a su vez, a algo que se alza previamente propuesto, que es incitación y reclamo, que atrae e impele y de cuya consecución depende su perfección anhelada y real.
El error es la afirmación de lo que no es como si fuera; es la afirmación de la falsedad, como si fuera verdad[7]. Nadie quiere el error, sino la verdad; el alma pues, cae en el error, bien a su pesar. Es justamente una caída[8]. Según la teoría del conocimiento, los sentidos no nos pueden dar la verdad de las cosas[9]. La verdad del conocimiento humano se fragua en el juicio. Al mismo tiempo, a esta verdad ha de proceder la aprehensión de la verdad universal, norma del juicio mismo. Existe siempre la posibilidad de aprehender esta verdad, y por consiguiente, la afirmación de lo falso como si fuera verdadero acusa siempre una falta del alma.
[1] Solil., II, 1,1.
[2] De Ord., I, 2, 3.
[3] Ibíd., I, 1, 3
[4] Ibíd.., II, 18, 48
[5] De Civil. Dei, XXII, 14; XXII, 20, 3, etc.
[6] Se trata de la noción agustiniana de naturaleza, que no se adecua con la esencia inmutable de la escolástica y que, por lo tanto, se puede perfeccionar y corromper.
[7] Contr. Acad., I, 4, 11.
[8] Ibíd.., III, 3, 5.
[9] De Div. quaest., 83, q. 9
[10] Conf., IV, 15, 26.
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